18/5/09

Fulano, mengano, zutano, perengano y perencejo



Es gracioso, simpático y funcional este recurso de inventarse un nombre propio para designar a lo que en términos matemáticos sería una variable de valor desconocido o, desde otra perspectiva, un conjunto vacío. Fulano es cualquiera, uno, un ente indefinido, x, un individuo anónimo que cada vez hace y dice menos cosas, es cierto, porque la expresión está quedando quizás un poco en desuso. Ahora se utiliza más lo de “un menda”, lo cual no me hace ninguna gracia dada la semejanza fonética del incógnito susodicho con mi propio apellido. Parece ser que lo de menda procede del caló, y es el dativo del pronombre personal de primera persona. O sea, traduciéndolo, “a mí” o “para mí”. Qué se le va a hacer.
Aunque tampoco está mal, pensándolo mejor. Porque si el significado de “mi menda” es “yo”, “un menda que pasaba por allí” no dejará de ser “un otro yo que pasaba por allí”. Uno parecido a mí. Un semejante, que dirían los píos (y es una pena que los píos se hayan apropiado de esta palabra, porque es preciosa). Con toda la carga de no‑discriminación y de fraternidad que tal idea conlleva. Pues bien, en ese sentido, el término menda es bien diferente del concepto y de las profundas connotaciones que conlleva el término fulano, como ahora vamos a ver.

En primer lugar hay que decir que, hechas las pertinentes consultas, parece ser que fulano proviene del árabe ‘fulan’, que significa “un tal”. Uno tiende a pensar que, vista y comprobada la etimología, ya lo hemos solucionado todo y ya está todo dicho. Podemos descansar a la bartola, dado que ya sabemos su origen, que cuadra perfectamente y que está todo claro. Punto pelota (que se dice ahora). Pues ni hablar. A mí eso no me dice casi nada. Ha habido otras palabras árabes, etruscas, persas, latinas, germánicas o bretonas que podían haber sido el origen de un concepto semejante. Para eso hay toda una inconmensurable babel en pleno funcionamiento. No, el asunto es entender que si disponemos plenamente de una palabra (sea el que sea su remoto origen), si podemos utilizarla es porque, en todo caso, continúa desempeñando su función semántica aquí y ahora. Es decir, que si se mantiene en uso es porque sus sonidos siguen provocando en nuestro moderno cerebro determinadas y específicas imágenes mentales, que su conformación fonética se engrana y se articula perfectamente en el interior de ese sistema tan vivo y tan complejo que llamamos idioma. Si no ha desaparecido el término de nuestro cotidiano y común inventario (como ha sucedido con otros tantos miles) es porque está renaciendo una y otra vez. Lo generamos y lo mantenemos cada vez que lo pronunciamos o lo escribimos. Buchipluma no. Buchipluma no ha soportado los cambios y la evolución de nuestro habla. Murió. No importa cuál sea su noble origen. Ya no lo utilizamos para referirnos a una ‘persona que promete pero no cumple’. Allá tiene su tumba, en los más sesudos diccionarios, con ese “ant.” (de antiguo) en lo alto, su R.I.P. correspondiente. ¿Acaso podemos afirmar panchamente que conocemos a fulano solo porque nos han contado que es hijo de mengano? Ni hablar.

Pero, aprovechando la coincidencia de las palabras usadas en el anterior razonamiento con el asunto que da título a este artículo, sigamos con nuestro tema y disculpen esta digresión más o menos apasionada.

Decíamos que fulano no es un término tan afectuoso como menda. No hay más que ponerse a estudiar los sonidos que lo componen. Veamos: ful es un adjetivo que significa ‘falso, fallido’. Fullería es ‘trampa, engaño, astucia’. Fulastre y fulero son lo mismo que ‘chapucero’. Entre fulastre, por ejemplo, y fulano -a, no hay demasiadas diferencias sustanciales. Cambia la terminación. Porque ese –ano o -ana es lo que hace, por una parte, que el término parezca un nombre propio: Mariano, Domiciano, Valeriana, Justiniano, Aureliano (aunque algo antiguo, es cierto) y a su vez es un ‘sufijo de adjetivos que significa procedencia, pertenencia o adscripción: murciANO, aldeANA, franciscANO.’ No da, pues, la idea de que sea alguien muy de fiar ese fulano, así constituido. Es directamente un ful con nombre propio y/o es un personaje cualquiera de la región de ful o del colectivo de ful o de la congregación de ful. Vaya usted a saber.

Con fulana, así, en femenino, ya ni te cuento. Porque si se puede afirmar que un fulano es ‘uno cualquiera’, y lo cosa no va mucho más lejos, también se puede afirmar, impepinablemente, que una fulana es ‘una cualquiera’, y eso, por la extraña magia descaradamente machista del lenguaje y del que lo usa, la convierte en ‘puta’.

Pues bien, habrá que constatar que para el español, el otro, el desconocido, ese señor x que usamos para que haga de sujeto anónimo en la narración de nuestras acciones (tal que figurantes o actores de relleno mal pagados), aquél que teníamos sentado en la mesa de al lado en el café, aquél otro que estaba delante en la cola del teatro, siempre posee connotaciones despectivas. Como primera medida y por si acaso.

No parece que funcionen igual los norteamericanos, que hasta le ponen un nombre y un apellido al figurante (con mayúsculas y todo): John Doe. John Doe es el equivalente al “uno cualquiera” nuestro, al hombre anónimo. Y Jane Doe a la mujer anónima, y no sé si tiene tintes peyorativos, pero supongo que no. A mi me suena muy digno. Porque cuando hay que rellenar una ficha en un hospital, por ejemplo, que de fe de defunción de un tipo desconocido e indocumentado, escriben en el papel así: John Doe. Lo cual es una trampa mortal para los malos traductores de novelas de serie negra, porque es el nombre que le adjudican al pobre muerto que, por su torpeza y en ese mismo instante, deja ya de ser un cadáver anónimo.
Los franceses no tienen un término para este ser indeterminado. ‘Un tel’, ‘une telle’, y basta. Pero nuestro palabro fulano debe de sonarles a ellos también un poco ful, porque foule es ‘gentío’, ‘multitud’ y fou es ‘loco’.

Pero no sigamos buscando en los idiomas extranjeros. Todavía nos quedan algunas palabras por aquí para enfrascarnos en ellas. Mengano, por ejemplo. Lo primero es decir que mengano no suele ir solo. Siempre va detrás de fulano, que le va abriendo paso. Si no está fulano, mengano no aparece. Un segundón, vamos. Y zutano ya no digamos: un tercerón.

Mengano también tiene una etimología bastante clara: viene del árabe man kan, que significa ‘quien sea, cualquiera’. Buscamos Menga en el Diccionario de la Real Academia, y viene. Dice que es el diminutivo del nombre de mujer Dominga. Y aporta esta frase popular: ‘¿si encontrará Menga cosa que le venga?’ Una mujer insatisfecha, desde luego. El masculino parece que es Mingo, y ha quedado también en los anales de las cuquerías expresivas (maravillosas, siempre): ‘más galán que Mingo’. Además, mingo, sin mayúscula inicial, es el nombre de la enorme bola de marfil con la que se tira en el juego del chapó, en una inconmensurable mesa de billar con troneras como la que hasta hace poco estaba disponible en el Círculo de Bellas Artes, y en la que yo mismo he tenido el placer de jugar con adorables y veteranos camaradas. Tampoco es de desdeñar la evidente afinidad de mengano con mengua, y por lo tanto con menguado. ¿Será que es que el segundón es muy bajito? Pero, atención, hay en mengano, aparte de estas dos posibles referencias a ocultos nombres propios (Dominga y Domingo), otra raíz vecina mucho más inquietante: mengue, o sea, el diablo. Y es que cuando menos te lo esperas aparece el diablo por cualquier esquina, disfrazado de pequeño individuo sin nombre, oculto en las carnes de un menda seguramente anodino o de un inofensivo mengano.

De Zutano no vamos a hablar mucho, por ser tan reservón y tan necesitado de que le precedan sus dos inseparables y misteriosos amigos. Y, sintiéndolo mucho, de esos otros aún más lejanos parientes, perengano y perencejo, nada. Son ya legión para que entren en este tan exiguo artículo. Tampoco nos cabe por la puerta ese otro tal, el conocido como ‘Perico el de los Palotes’, que es también de la cada vez más extensa pandilla de los cualquiera. Venga, que pase Zutano, pero ni uno más.

El tipo viene con unas referencias (DRAE) que nos dicen que su padre era ‘citano’, del latín scitus, ‘sabido’. Bien. Pues eso: ya se sabe, un supuesto otro, un otro más. Que entre y que se tome algo a nuestra salud. Zurullo y zullón son palabras graciosas que ustedes mismos pueden consultar para saber en qué barrios vive el tal zutano. Pero... ahora, para rematar, perdonen la absoluta digresión, la salida del tiesto que me voy a marcar, porque, aunque no tenga nada que ver con todo esto, no puedo dejar de transcribir esta maravillosa palabreja con la que me acabo de topar:
zurupeto: ‘1. Corredor de bolsa no matriculado. 2. Intruso en la profesión notarial.’ Se la regalo a usted lector, lectriz, de todo corazón, para su uso más íntimo y personal. Siempre habrá algún querido y viejo compañero–a de trabajo que merezca, por unos instantes y en la solapa, que se la prendan. Aunque sea usted auxiliar administrativo o conductor de autobuses y quede por ahí algún improbable sabiondo que le acuse de insultar sin propiedad.

Gracias, muchas gracias


La corrupción del idioma no siempre es inocente y gratuita. Ni banal, ni puramente ignorante. Se pervierte el lenguaje como se fuerzan y se doblegan las voluntades, aplicando un cierto grado de violencia sobre las personas o para con el aire que respiramos (terreno donde se asienta y vive el idioma), que también es parte de nuestra persona, aunque sea en forma de persona colectiva —y quizás por eso duela de otra manera, pero no menos intensamente.

Estos pensamientos tan heridos han sido generados a partir de un mensaje para masas que escuché hace unos días en un andén del Metro de Madrid. Y que luego he escuchado muchas veces más. Forma parte de una campaña anti-tabaco, por lo cual sueltan estos consejitos todos los días más o menos cada cinco minutos. Y lo hacen desde las alturas, impersonalmente, sin pedir permiso, imponiendo sus términos. “Metro de Madrid les recuerda que está prohibido fumar dentro de sus instalaciones... (etc.) En beneficio de todos, gracias por su colaboración.”
Parecerá mentira, pero es justamente por el uso de ese ‘gracias’ por lo que me siento indignado, y no por otra cosa. Téngase en cuenta que no fumo, y que, sin embargo, considero que, como dice un sabio amigo mío, “contamina más la intransigencia que una fábrica de celulosa.”
Pero es que se está utilizando una fórmula de gratitud, de reconocimiento y de estimación como forma de imposición, como exigencia, como deuda. Aunque, claro, de un modo hipócritamente disfrazado de benevolencia y favor, que es lo que, hasta el día de hoy al menos, connota y denota la palabra ‘gracias’. Se está confundiendo ex -profeso la idea de dar (las gracias) con la de pedir (nuestra colaboración), cosas tan diferentes que son hasta opuestas.
La cosa no ha comenzado aquí. Ya empezó a tensarse la cuerda cuando graciosamente (nunca mejor dicho) se comenzó a agradecer las cosas por adelantado. El “gracias por no fumar” fue una expresión simpática y desenvuelta que dejó su huella en las posteriores deformaciones. Tenía su chispa y su retórica ladina ese retruécano que jugaba con los tiempos un tanto torticeramente para obligar al personal a ser amable antes de que pudiera o no serlo. Curiosa contradicción, simpática, ya digo. Es, desde luego, la típica frase del que sabe salirse con la suya en todas las cocasiones, y cuya zafiedad queda al descubierto observándola en un ejemplo más claro: un individuo se apresura a quitarle el asiento a otro (en el mismo Metro, por qué no), diciendo: “Gracias por cederme el asiento”. Así es el asunto de cínico, sea o no divertido el tono en que se diga o el objetivo que persiga.
Como dije, estos son los antecedentes chuscos, más o menos infantiles o literarios, con la tolerancia que la creatividad siempre merece. Pero que la tal broma llegue a ser convertida en serio lenguaje oficial, formal, conminatorio, ya eso no tiene ninguna gracia, digo.
Aglaya, Thalía y Euphrosine, las tres Gracias, “jóvenes doncellas, porque la memoria del beneficio recebido por ningún tiempo se ha de envejecer” (Covarrubias), han sido baratamente solicitadas, usadas y manoseadas sin ningún respeto, como si en campaña electoral estuviésemos permanentemente, y todo valiera.
La realidad es que con esta amable y fundamental [1] expresión de ‘gracias’, en el sentido original de “gracias te sean dadas (por el favor que me haces)” ya viene jugándose recientemente pero hace algún tiempo, sin caer en la cuenta de que la lengua no es algo tan tan maleable y que puede llegar a suceder que en lugar de gratitud acabe significando todo lo contrario, es decir, inquina.
“Gracias por su presencia en nuestro programa, señor Pérez”, dice el presentador de radio y televisión cuando quiere deshacerse de alguno de sus invitados, o sea, que se largue del plató. Y el público aplaude y todos entendemos que es una despedida, aunque de hecho no le hayan despedido, porque esa parte está “elidida” (como en el lenguaje), o sea, se da por supuesta, que no queda bonito decirle al señor Pérez, hale, ya puede irse, y (ahora sí), gracias por haber venido. Y si el tal Pérez persiste, se hace el pelma y no acaba de terminar nunca su discurso, el presentador le conminará repitiendo: “¡Gracias, muchas gracias, señor Pérez! ¡Muchas gracias, de veras!”, de manera aún más agresiva, para que se largue de una puñetera vez, antes de avisar a los agentes de seguridad.
Esta es la nueva filosofía con respecto al trato del poder para con las masas: todo está muy bien y ustedes son muy guapos y muy inteligentes y muy amables y muy colaboradores, y nosotros estamos a su servicio, y por eso: “Les damos la gracias de antemano, pues van a hacer ustedes todo lo que les pidamos”. ¿No son estas las palabras de un hipnotizador?

[1] Escohotado sostiene, por ejemplo, que la posibilidad de que un pueblo disfrute de un cierto grado de civilización se fundamenta en el uso del ‘por favor’ y el ‘gracias’.

El problema del descafeinado


“Dos cañas y un descafeinado de máquina con leche, por favor”.

Es incómodo, largo, prolijo, arduo de recitar en medio de la barra de un bar atestado de gente que anda, como tú, persiguiendo la atención del camarero para que le sirva. Heroico, diría. Y la culpa la tiene como siempre el maldito Manolo con su puñetero descafeinado. ¿No podías pedir otra cosa, Manolo?
Y es que todos sabemos que en esos casos y en esos bares de urgencia lo que hay que tomar son cosas que tengan nombres breves, contundentes, fáciles de recordar... Como, por ejemplo, “dos cañas y uno con leche”, a secas.
Sí, indudablemente, el término “descafeinado de máquina” es una expresión que necesariamente tendrá que ser sustituida por alguna otra más sintética, seguramente compuesta por una sola palabra. Siempre ha sido así. Gastar tres palabras para nombrar un concepto de uso universal, cotidiano, popular y muy solicitado (y un camarero sabe hasta qué punto esto es así, dado el número de veces que tiene que escucharlo y decirlo a lo largo del día) resulta insostenible. El lenguaje es algo plástico y vivo: las palabras se modifican, se olvidan, se renuevan, y también se crean constantemente.


No vamos a proponer aquí, por supuesto, pretenciosas soluciones al problema, ni arrogarnos siquiera la autoridad para sugerir términos alternativos. Eso le corresponde al hablante desconocido, al usuario, a la gente de la calle. Es él quien tiene la palabra (y nunca mejor dicho). No son tiempos, creo yo, de imposiciones académicas verticales ni de concursos. Como aquél de los años sesenta, en pleno franquismo, que promovieron Televisión Española y otros medios de comunicación conminando a la población a que se estrujase las meninges para solucionar un problema que había herido el orgullo patrio. Resultó que, al comienzo del auge de los Consejos Reguladores de Denominaciones de Origen, las leyes internacionales decidieron que era ilegal llamar coñac a cualquier licor que no hubiese sido cosechado y elaborado en la famosa región francesa del mismo nombre (Cognac). Como también sucedió con el champagne y con tantos otros productos cuyo nombre estaba asociado a una región concreta, incluso en nuestro propio país. Fue así que en nuestra España, sobre todo en la zona de Jerez, se quedaron huérfanos de terminología para denominar a una bebida que allí se fabricaba con casi todos los atributos del coñac (salvo la procedencia de la uva), y que hasta entonces había venido llamándose, claro, coñac. No recuerdo ya las decenas de términos que la aportación popular propuso, a cual más sesuda, más ocurrente o más chusca, para restañar la herida infligida por el vecino galo, y sobre todo para que luciese con todo orgullo en las etiquetas de las botellas de Osborne, Terry y Domecq. Sí recuerdo, creo, el que ganó: Jeriñac. Así como suena. Naturalmente, vista la brillantez del resultado final del concurso, los cosecheros andaluces se pasaron la palabrita por el arco del triunfo, supongo que con una esmerada sonrisa de medio lado, y dijeron que tururú. No sé lo que pone ahora en las botellas. Brandy, ¿no?
Pero regresemos a nuestro particular no-concurso (por el momento) destinado a reflexionar sobre lo del descafeinado de máquina. En primer lugar hay que suponer que, para que la sociedad se digne en otorgarle a algo una palabra específica, personal e intransferible, ese algo debe estar lo suficientemente establecido en la vida real como para que merezca tal esfuerzo. Es decir, que luego no vaya y desaparezca. La implantación del consumo del descafeinado de máquina parece que ha pasado ya esa necesaria fase de prueba, aunque no a velocidad de vértigo, todo hay que decirlo. El D. de M. empezaron a ofrecerlo sólo algunos establecimientos decididamente vanguardistas y escogidos. ¿Hace unos diez años? No sé. Pero luego se ha ido extendiendo y actualmente hay pocas cafeterías que no tengan un molinillo eléctrico y un dosificador de café supletorio. También se vende, molido o en grano, para uso doméstico. Todo ello con el consiguiente quebranto para los fabricantes de sobrecitos de descafeinado instantáneo, en vías de desaparición. En definitiva, que el producto está suficientemente introducido, aquí y en todo el mundo industrialmente desarrollado. Y no da la sensación que vaya a desaparecer de un día para otro, sino más bien, todo lo contrario.
Que también es otra posibilidad: si la demanda de sobrecitos de instantáneo se vuelve absolutamente minoritaria en los bares, entonces podemos quitar tranquilamente lo de máquina o lo de exprés de nuestro pedido y ya está, se abrevia la cosa. Pero aún no sabemos si esto sucederá.
La solución no se prevé fácil. Yo probé, por ejemplo, el otro día a decir “un máquina con leche”, pero no me entendieron. También es cierto que en aquel bar no tenían más que sobrecitos. Tengo que intentarlo en otros locales. Lo hago nada más que por simple curiosidad lingüística, porque la solución me parece espantosa y, desde luego, no creo que vaya a cuajar. Tomarse, de sobremesa, un líquido negro metido en una tacita cuyo nombre haga referencia exclusiva a las máquinas y a lo mecánico, no parece muy placentero. Parece que te estés bebiendo la grasa que exuda, gota a gota, la caldera de una vieja locomotora.
Los franceses piden un “déca express”, con esa tendencia suya, para mí abominable y cursi, de acortar las palabras y dejarlas en dos sílabas o, preferiblemente, en una. Décafeiné pasa a ser déca, como faculté pasó a ser fac, garçon a gar y cientos de ejemplos más. De todas formas tampoco es definitiva la solución, creo yo. Son dos palabras en vez de nuestras tres, y más cortas, pero así y todo, resulta demasiado prolijo. “Un déca express au lait” sigue siendo muy largo. (Aún me maravilla esa otra manera de pedir café que oí una vez en una terraza en París: “un p’tit café tout noir”, y que traducirla sería traicionarla de veras).
Los ingleses y norteamericanos andan con idéntico problema. También ellos acortan la palabra decaffeinated y la dejan en decaf. Y si les traen una taza con un sobrecito, lo que al parecer es cada vez menos probable, dicen que no, que lo quieren fresh. Seguramente, ellos, que se adelantan en todo, así ya lo han solucionado. Pero claro, nosotros no podemos pedir un “descafeinado fresco”. Nos pueden mandar a hacer puñetas.
Por otra parte, en español tampoco sirve “café light expreso”, siendo light una palabra corta, para nosotros de una sílaba. Light, anglosajona ella, se ha quedado para el tabaco. Y está bastante afianzada. Aquí no ha funcionado el “bajo en nicotina” ni tampoco el “ligeros”, salvo para que aparezca formalmente escrito en las cajetillas, aunque ahora la prohiban. Y continuando en el asunto de los productos light, que son de nuevo cuño y cuya aparición tanto escándalo originó (se hablaba incluso, en tono apocalíptico, de una maldita generación light, sin sustancia, no hace más de diez años), tampoco los consumidores de cerveza sin alcohol ha encontrado un término claro y sintético que echarse a la boca. “Cerveza sin”, proclamaban los anuncios de estas bebidas, intentando promocionar una fórmula asequible e indolora. “Bitter sin”, pretendían apuntalar los del aperitivo. “Coca cola sin”, sobreabundaban los propios. Y luego los “sin” azúcar: yogures, chicles, caramelos..., los “sin” grasa (o “sin” colesterol): leches, panes y peces. Y era evidente que lo del “sin” detrás de cada mercancía no era más que una expresión pseudopopular inventada por un bien pagado creativo publicitario. Porque, como resulta evidente gracias a estos casos, los industriales y sus asesores propagandísticos son los primeros que tienen clara conciencia de que para que un producto de consumo logre el éxito es necesario que tenga un nombre conciso y que llegue a las masas. Y, como ven, no nos estamos refiriendo al nombre de marca (que eso ya les lleva semanas y meses de profunda reflexión, utilizando todas las técnicas de sondeo que tienen a su disposición), sino al producto genérico. Con lo cual están ejerciendo unas funciones de lingüistas que ni siquiera la Real Academia se atreve ya a arrogarse. Osados que son. Y, para mí, manipuladores. Pero ni con esas. Al final, la gente dirá lo que le venga en gana. Y si no, al tiempo.
Y es que se supervalora el poder de la publicidad. No digo yo que no tenga influencia en las mentes de todos nosotros, los consumidores. Mucha. Pero también recuerdo —y espero que muchos de ustedes conmigo— los ingentes esfuerzos que hizo una compañía italiana de bebidas para introducirse en nuestro país, sin ningún éxito. Años y años de múltiples y supongo que carísimas campañas publicitarias en todos los medios, con cabezonería, sin desánimo, con fe en la eficacia del masaje permanente (recordemos el axioma publicitario de “el mensaje es el masaje”), y yo jamás vi a nadie, en mi vida, pedir un Cinar. Ya digo, años y años intentando convencer a los españolitos de que aquella bebida aperitiva hecha a base de alcachofas era algo elegante, moderno, esportivo y exquisito. ¿Alcachofas? Si aquí las alcachofas se toman con picadillo de jamón y caldito en las largas noches de invierno...
Bien. Estaremos atentos para saber en qué acaba esto del “descafeinado de máquina con leche”. Y si alguno de ustedes ha escuchado en una cafetería alguna fórmula expresiva que le haya sonado bien, no dude en comunicármela a través del correo electrónico (una vez superado por fin lo del maldito e-mail). Por pura curiosidad.

Hablando de distancias


En el cole nos enseñan que los adjetivos demostrativos este, ese y aquel, nos indican o nos dan claves de la distancia relativa, con respecto al hablante, a la que se encuentra el objeto que se cita a continuación. Este lápiz es el lápiz que está cerca, no el más alejado. Aquel libro es el que está más apartado, no éste próximo a mí, etc...

Pues bien, de un modo mucho más evidente, se puede establecer una ordenación espacial para los adverbios de lugar. Yo propongo ésta:

acá - aquí - ahí - allí - allá (- acullá)

Acá es, desde luego el adverbio que indica mayor proximidad al que habla. “Ven acá” dice el que quiere que te acerques a él, a su persona, a una cercanía casi corporal. Y, por eso, si el que la dice posee suficiente autoridad y es violento, la frase puede dar miedo. Y si es amoroso, puede estar proponiéndote un contacto físico. Para utilizar el acá, en España, es precisa una previa confianza. Es el lugar del yo, del que habla.

En muchos pueblos, al menos antes, se utilizaba la expresión en cá para decir en casa o a casa. “Voy en cá la Aurora”: “Voy a casa de la Aurora”. ¿No tiene cierta similitud este en cá con el adverbio acá del que estamos hablando? ¿No es la casa, en cierto modo, también lo más íntimo de una persona?

Aquí, sin embargo, es menos comprometedor. Y más formal. El que te pide que te acerques a su lado, a su proximidad, sin tantas connotaciones de intimidad o de intimidación, utiliza esta palabra. Decir que algo o alguien “está aquí” indica un grado alto de proximidad, aunque vagamente definido y no necesariamente de tipo espacial. O mejor dicho, sí, espacial, pero sin considerar las distancias. Está aquí, conmigo (a mi lado). Está aquí, en este lugar, en esta plaza (tal vez la inmensa Plaza de las Tres Culturas de México). Está aquí, en París. Está aquí, en Francia. Pueden ser miles de kilómetros los que nos separen, pero yo comparto con él un espacio, que a veces hay que nombrar. Estamos en el mismo lugar. En el lugar del nosotros.

Ahí es el lugar del otro. ¿Está ahí, a tu lado? ¿Está ahí, en París? Ahí es el espacio (igualmente sin definir en cuanto a extensión ni distancia) donde te encuentras tú. Acá y aquí son los espacios del yo y del nosotros, respectivamente, de mi y de nuestra casa (sea lo que sea esa metafórica y simbólica casa). Ahí es el espacio del tú o del vosotros. De tu o vuestra casa.

¿Allí es el espacio de él o de ellos? Si atendemos a la semejanza de sonidos, si analizamos la composición formal de ambas palabras (allí y ello), sin duda. Pero puede que la rigidez de esa ligazón lógica se haya perdido con el tiempo.

Resumiendo: yo aquí, tú ahí, él allí. Ahora todo está en su sitio. Solo que, tal vez demasiado mecánicamente, demasiado cartesianamente. Porque, claro, luego viene la posibilidad de poner en juego las variantes, que es lo que le da gracia al asunto. Podemos decir, por ejemplo, “allí donde estás tú”, lo que no deja de ser un modo de convertir, en dos palabras, a un tú en un él; es decir, una manera de distanciarse emocionalmente y tal vez momentáneamente de un amigo, por ejemplo. Pues lo has colocado en un espacio ajeno al de los dos que habláis. Curioso. ("Ahí donde estás tú", sin embargo, no destila ese leve distanciamiento.)

“Tú aquí no pintas nada”, le espetamos al que consideramos invasor de un espacio propio y exclusivo (o bien personal y mío, o bien grupal y nuestro-pero-no-de-él). Y en este caso sí que golpea con toda su contundencia la función localizadora del adverbio: sirve como prolegómeno de la acción de ponerle de patitas en la calle.

Pasemos al allá. Pero, atención: ¿por qué nos encontramos con dos modelos sonoros tan parecidos? Allí - allá. ¿Es una simple variante sin importancia? Imposible tal cosa. En puridad, no existen en el idioma los sinónimos. Sencillamente porque el allá es mucho más misterioso. Así como el allí es el espacio de él o de ellos, el allá es el espacio correspondiente a un pronombre neutro, inmensamente ajeno, y por lo tanto lejano. ¿Podría ser el pronombre ello? Podría ser; aunque creamos que dicho pronombre, por ser neutro (el género de lo no-masculino y no-femenino), apenas si lo utilizamos. ¿Acaso no llamamos “el más allá” a lo que hay después de la muerte? ¿A lo desconocido?

Juguemos a las permutaciones, a ver qué sorpresas surgen. Y vayamos a la que, hasta el momento en que se encuentran nuestras averiguaciones, resulta la más extrema: “Allá yo”. ¿Se puede decir tal cosa? Sí. Aunque solo en situaciones un tanto especiales, es cierto. “Allá yo con mis manías”, por ejemplo. Sorprendentes los resultados. Porque con esta frase estamos conminando al oyente a que deje de considerarnos un tú para él y a que nos considere un él, un alguien ajeno a los dos. Al decirte “allá yo”, me estoy situando a mí mismo (también de cara a ti) en un espacio inasequible a ambos (allá), donde ni tú ni yo debemos utilizar criterios compartidos para juzgarme. Donde se ha abolido momentáneamente el nosotros, e incluso el yo. ¡E incluso el ellos! No hay persona del género humano (con sexo) que pueda juzgarme. “Ni yo mismo sé por qué lo hago. Pero allá yo con mis manías.”

Proponemos al lector que estudie otras variantes: “Yo voy aquí”, por ejemplo: en el hecho de ir (o de venir) desde allí, he tomado ya posesión de mi sitio.

Por otro lado, existen algunas curiosidades acerca de la posibilidad de colocar adverbios comparativos solo ante algunas de estas palabras. Acá y allá (los extremos, no lo olvidemos, y también los que terminan en “a”) sí admiten grados (“bastante allá”, “muy acá”...) que los otros términos no soportan bien. Es lógico, en cierto modo, puesto que los aquí, ahí, allí y acullá son poco definitorios de lo espacial en cuanto a dimensiones, como hemos dicho. Si le dijésemos a alguien algo tan raro como “ponte muy aquí”, por ejemplo, o “vete más allí”, no parecería que estuviéramos pidiéndole que se acercase o se alejase, sino, casi, que fuese mejor la calidad o la intensidad de su estar aquí o allí. Que estuviese más de verdad aquí o allí.

No creo que haya algo más distante, en cuanto adverbios, que el allá (y si, como hemos visto, lo ponemos adornado con un aumentativo: más allá, resulta más claro aún). Pero existe, o mejor dicho, existía otro adverbio (porque ya no se usa apenas), el acullá, del que el Diccionario de la Real Academia dice que puede ser un intensivo de allí y allá. Yo no lo creo. Atendiendo a la composición consonántica del término, podríamos conjeturar que se trata de una contracción sintética de dos palabras: aquí y allá. O incluso de tres, aquí o allá, o sea aquí u allá. Yo pienso que se utilizaba para expresar la imposibilidad de localizar espacialmente el objeto del que se habla. La impotencia para definir su espacio. Es habitual verlo escrito de esta forma: “aparecieron por aquí, por allá y por acullá”, es decir, detrás de otros adverbios de lugar. Para mí, acullá significa por todas partes.

De tal manera que, aunque pueda parecer chusco, la traducción correcta de aquella bonita e insulsa canción de los Beatles (de McCartney, claramente) “Here, there and everywhere”, deberá ser, a partir de ahora: “Aquí, allá y acullá”. Qué se le va a hacer.
Es hora de consultar textos. En primer lugar, acudiré a esa preciosa y monumental obra que es el Covarrubias, el primer diccionario español (“Tesoro de la Lengua Castellana o Española”), del año 1611. En acá, no encuentro nada que aclare más cosas. Pero no me resisto a transcribir la genial nota miscelánea con que remata Covarrubias esta entrada:
“Avían vendido un negro, a cierto vezino de Málaga, y preguntándole que cómo le iba con el nuevo amo, respondió: —Mal acá y mal allá; jugando del vocablo, Málaga y Malaca.”.
Aquí, allí y allá no aparecen. O se le pasó a don Sebastián o le aburrió definir lo que le pareciera evidente. O no tenía nada curioso que contar.
De acullá dice algo que podría darme, en parte, la razón: “Acá y acullá, vale en todo lugar.”

Corominas (Dicc. etimológico) me abre el panorama con otros dos adjetivos, y también adverbios, uno nuevo (o mejor dicho, muy viejo pero nuevo para mí), y otro que había olvidado incluir: aquende y allende, o sea, “del lado de acá” y “del lado de allá”, respectivamente.

En el CREA, (Corpus de Referencia del Español Actual), un impagable servicio por Internet de la Real Academia Española, obtengo 45 párrafos en los que aparece la palabra acullá. Sólo miro los 25 primeros, por abreviar y después de comprobar que hay una aplastante unidad en el uso de la palabra: en 24 casos está acompañada de aquí, de allá o, sobre todo, de ambas. El único caso en que la veo sola es éste:
“Mientras que, navegando hacia el Occidente, el descubridor buscaba las islas de las especierías, tropezándose acullá con sirenas, amazonas, el sitio del paraíso terrenal, y con el mismísimo diablo corpóreo del Medievo (...)” Guillermo Bonfil Batalla. “Simbiosis de culturas. Los inmigrantes y su cultura en México” México, 1993. (La bastardilla es mía) En este ejemplo está claro que acullá significa “por todas partes” o “en cualquier lugar”. C. s. q. d.

Sólo hay que hacer una última salvedad a todo esto, sobre todo a lo relacionado con los términos acá y allá. En los países de la América hispanoparlante seguramente se utilizan de otro modo que yo no sabría analizar. Allí usan mucho más acá y allá que aquí y allí (espero que se pueda entender esta frase, que parece un galimatías). Y por lo tanto, para los de allá no son válidas la mayoría de estas reflexiones de uno de acá.

Tiempo, temps, time, zeit


El español es realista, poco peripatético, desconfiado con la utopía. Su tiempo puede ser tan largo y tan enigmático como quiera pronunciar esa EM central, pero al cabo termina, siempre termina en un PO rotundo, redondo (valga la redundancia, y ahora ya es triple), más seco que el golpe de bombo que el director de una banda de música decreta para dar por terminada la marcha en medio de un pasaje cualquiera. La muerte, el fin de las cosas siempre llega y lo cierra todo repentinamente, dice el idioma, por mucho que hayas volado en la vida o en el espacio temporal marcado.

“Tengo tiempo para visitar la ciudad”, puede afirmar cualquiera. Pero el tiempo de visita, como está inscrito en el propio vocablo, ha de acabarse en algún momento. Inicio del recorrido por la ciudad (TI) suave, ligero; inmersión en el transcurrir de los minutos (EM) o de las horas (EMMM); final de la visita (PO). Tímido en el TI inicial, inmediatamente arrastrado a la grandeza y profundidad del EM, fatalista en el PO.

Aunque, todo hay que decirlo, también sucede que, en ocasiones, el tiempo no es justamente oro, sino todo lo contrario, plomo, y lo que uno quiere es que se acabe de una maldita vez y que haga PO. Caso de sufrimientos, penas y dolores de toda índole. Entonces sí, nuestro concepto de tiempo como lapso cerrado, inevitablemente acabable, siempre transitorio, o incluso efímero, nos facilita mentalmente la travesía de tales trances. Que no todo ha de ser negativo. (Aunque sí terrible.)

El francés, en cambio, es francamente romántico, generoso en su ambición, inconscientemente voluptuoso en su fantasía. Su temps es una campanada de reverberación infinita. Teóricamente existe la seca muerte en esa P penúltima, luego suavizada en burbujas, en cánticos, en vaporosos rastros dejados en el aire terrenal mediante la S, pero sólo teóricamente, porque esas dos secuencias, P y S, ellos no las cuentan: son dos letras que no pronuncian. Se quedan, eligen valientemente, quedarse vibrando en ese TAM. Nasal, eso sí, es decir, un poco de puertas para dentro, íntimo y desconfiado, como todo lo suyo. Les queda muy bien la infinitud divina de su temps en los poemas, sobre todo recitados.

El inglés time es mucho más abierto, tanto hablado como escrito. Mucho más aéreo, expansivo; pero la conjunción de esas dos vocales, AI, en la versión pronunciada (y mental), lo convierte en un tiempo mucho más cotidiano, como si fuera un juego de niños, o como una vieja marca de galletas para desayunar eternamente (o para merendar, a las 5 p.m., con la liebre y el sombrerero de Carroll), como el nombre de un periódico para leer eternamente en el eterno desayuno con galletas. Time, que ellos dicen "taim", y dejan una M final resonando bella, etérea, metafísica, onírica, para salvar la E final, que pondría un límite cierto, pero por otra parte limpio y nada estricto, a su tiempo. Por esa distancia entre lo que dice la letra y lo que canta la voz, entre lo que está escrito y lo que se dice, como en el francés, también ellos se engañan a sí mismos, o tal vez, mejor dicho, corrigen en la práctica lo que su idioma-constitución dejó establecido. Por supuesto, con gran complicidad global, ya olvidada en los abismos del tiempo, temps, time.

El alemán parece otro mundo, pero no lo es. Su tiempo es Zeit, que se dice, más o menos, SAIT. Veamos: el ZEI inicial es aún más comestible, suave, candoroso, cotidiano que en francés, inglés, español . Es casi como un saludo amable al vecino al iniciar el día. Amoroso incluso, pues esa Z es como una S líquida. Y luego termina, simplemente termina el tiempo en una T, punto y final, cruz y raya, sin ambages, sin comentarios, sin adornos, sin expresión de sentimientos. Porque, además, no puede ser prolongada artificiosa o expresivamente más que sosteniendo el sonido de esa A (SAAAIT). Pero prolongar una vocal no es lo mismo que prolongar una consonante (TIEMMMPO, TAIMMMM, TAMMM). En una vocal no hay sustancia donde agarrar, no hay carne. Y, en comparación con una consonante (aquí la amorosa M, ni más ni menos), el tiempo queda un tanto vacío, estéril. Casi cualquier sonido se puede estirar, por supuesto, pero hay puentes específicos que te conducen directamente, por derecho, a lo más intenso o a las más altas esferas, y luego hay remedos, cohetes, globos sonda, que son las vocales cuando las alargamos.

Zeit es una flecha que viene de lejos, de no se sabe dónde, y se hinca, al final, sobre algo duro. Muere. Sin más. Y es, por tanto, una definición, una fórmula matemática, un teorema, o mejor, un axioma verbal representable gráficamente por una semirrecta limitada en el sentido de futuro por el punto T. Sin embargo, por la izquierda, por el origen, por el comienzo, con esa Z lenta y vibrante, el tiempo alemán, el zeit, tiende al infinito. Es curioso: justo al contrario que time o temps, semirrectas también, pero con los límites marcados a la inversa. Nuestro tiempo es, claramente, un segmento, definido por ambos lados. Como casi todo, excepto algunos conceptos y, claro, las acciones, los verbos.

Es lo que pasa con los idiomas, que nos imponen con sus palabras lo que debemos sentir y, al mismo tiempo, retratan, radiografían lo que sentimos, corporativamente, acordadamente, nacionalmente. Es una tiranía que pactamos minuto a minuto dentro de los límites de cada frontera, y es por eso, en el origen, por lo que tenemos naciones y fronteras. Para decir tiempo, no decimos en nuestro país temps, ni time, ni zeit, ni siquiera domelcro, carrate, zuf o cualquier otra combinación de consonantes y vocales. Decimos tiempo y lo afirmamos así, con todas sus características, cada día, cada segundo, porque si no quisiésemos seguir afirmándolo nos inventaríamos otra palabra, o transformaríamos la que ya tenemos, como tantas veces ha sucedido a lo largo de los siglos.Y, entonces, ¿qué ocurre con esas otras naciones de América, de África, de Asia que, comparten con nosotros la misma idea de tiempo, y de alegría, de pan, de locura... Tal vez no sean otras naciones de veras. Estados federales, regiones, provincias de un mismo país al que pertenecemos nosotros, de nombre desconocido, organizaciones políticas y económicas y comerciales diferentes a la nuestra. Climas, razas, paisajes distintos. Pero naciones... No. En el corazón, no.

por Miguel Ángel Mendo

Reflexiones y ocurrencias sobre el idioma (español).