6/3/12

Palabras sueltas


Iré aquí añadiendo comentarios no siempre ortodoxos sobre palabras y expresiones más o menos corrientes que quizá escondan significados curiosos o inesperados. 

amable. susceptible de ser amado, de la misma forma que ‘comible’ (antes se decía ridículamente ‘comestible’) es susceptible de ser comido, aunque cuidado al hacer la transposición, porque añade el diccionario: no demasiado malo para ser comido y, si es con este matiz, decirle a alguien que es amable puede no resultar tan grato. Es broma. La expresión es sencillamente bella, y conociendo sus intríngulis aún más. De esas que generan buena esperanza en el ser humano.

esperanza.
 desde antiguo se ha distinguido entre dos tipos de esperanza, la buena y la mala, aunque ahora no se hagan tales diferenciaciones. Igual sucede con la suerte (acaso, azar, casualidad): en puridad, decir “te deseo suerte” es casi no decir nada: suerte siempre hay, aunque desconocemos qué tipo de suerte deparará el destino, o, a decir mejor, qué te va a tocar en suerte. En la tauromaquia, con su veterano y ajustado lenguaje, a los distintos episodios de la lidia se les llama ‘suertes’ (suerte de varas, suerte de banderillas…) y desde luego no tienen ninguna connotación premonitoria. Habría que decir (si es el caso): “te deseo buena suerte”, o simplemente “¡buena suerte!” Aunque lo normal, sobre todo en competiciones deportivas, es que el rival te lo diga, pero cruzando los dedos y, en su fuero interno, deseándote la mala.
Con la esperanza pasa lo mismo. Buen ejemplo de ello es el cabo de Buena Esperanza, en el extremo sur de África, al parecer bautizado así por Juan II de Portugal porque si se superaba ese gran escollo (cabo de las Tormentas lo había llamado Bartolomé Díaz) podía seguirse con menos dificultad el viaje al este, hacia la India. La buena esperanza es algo activo, y requiere una actitud batalladora, positiva, firme. En “estado de buena esperanza” se decía de las mujeres embarazadas. La esperanza mala es aquella que hace seres pasivos, sufridos esperadores, pacientes (es decir, que pacen, como las vacas). “El que espera, desespera”, dice un refrán. Y, por una vez, tiene razón. También tenemos ese otro de “Más vale buena esperanza que ruin posesión”, que le espeta don Quijote a Sancho cuando éste le pide un “salario conocido” por sus servicios. Tan opuesto al malhadado “Más vale pájaro en mano que ciento volando”. Sin duda, de buenas esperanzas estaba preñado el hidalgo.

embarazo.
 Aunque es el término que empleamos corrientemente para definir el estado de buena esperanza de una mujer que ha concebido (¡preciosa expresión!: concebir: formar una idea, proyecto, etc), tiene clarísimos matices peyorativos, es decir sexistas. Porque ‘embarazar’ es Dificultar o impedir una cosa, o el movimiento, la actividad o el desenvolvimiento de alguien. De ahí que se diga “Me resulta embarazoso tener que…” Así va el mundo, si es ese punto, el de la dificultad, el más destacable de una tan sagrada disposición mental y fisiológica. Ni siquiera es tan verdad, para colmo, pues desde siempre las señoras preñadas han podido hacer todas sus actividades y trabajos hasta los últimos momentos de la gestación. La envidia masculina hacia la hembra por su irrevocable impotencia para crear algo vivo es infinita. 

alterne.
 Curiosa palabra, poco usada ya, para definir la acción de tener trato con alguien, especialmente el hombre con la mujer, y que no hace tanto se refería a relacionarse con gente de buena posición económica y social. A la recíproca, un bar de alterne es aquel en el que las mujeres contratadas de dicho local tratan con los clientes para estimularles a hacer gasto. Pero como el verbo alternar (sin duda anterior) significa Sucederse, en el espacio o en el tiempo, dos o más cosas, repitiéndose una después de otra, parece que se trata indudablemente de un toma y daca, un ahora tú, ahora yo. Desde luego, en todo caso el interés anda por medio.

gracias.
 Es tan corriente esta palabra que nunca nos hemos parado a pensar qué significa realmente. En realidad es una fórmula abreviada (¡siempre los idiomas y las hablas buscando economías!) de “gracias te sean dadas”, se supone que por el Gran Dispensador. Viene del latín gratia-ae: gracia, cualidad de ser agradable, encanto, pero también favor, crédito, influencia. Es decir, estás invocando al cielo o a tus dioses para que otorgue favores, créditos (eso en la actualidad es mucho más difícil), influencia, o simplemente el don de la belleza y la gracia a quien crees que lo merece por la ayuda que te ha prestado o por su amabilidad. Son buenos deseos, lo cual es mucho, porque todo lo que se desea, en alguna parte y en alguna proporción siempre se cumple. Así que ¡cuidadito con lo que deseas, tanto para los demás como para ti!


amanecer. Jugueteando, descubrí que me encanta el parecido entre la española ‘sonrisa’ y la inglesa sunrise, que probablemente no tiene nada que ver y que significa amanecer, literalmente ascensión del sol. Probablemente no, pero sí poéticamente, me parece a mí. Por cierto que los angloparlantes cometen el mismo error con sunrise que nosotros al decir ‘puesta del sol’ (y ellos sunset), pues la verdad verdadera es que, con respecto a la Tierra, el sol ni sube ni baja, ni sale ni se pone; vamos, que no se mueve. Y somos nosotros, nuestro planeta, los que giramos hacia delante o hacia atrás, con respecto al sol, a una velocidad increíble y sin despeinarnos.
amanecer  Corominas la hace proceder del latín mane: por la mañana. Lo que resulta un tanto sorprendente es que los hispanoparlantes nos resistimos a resolver el constante barullo y confusión que genera la palabra mañana al tener dos significados al mismo tiempo: el del sustantivo que define la parte del día comprendida entre la salida del Sol y el mediodía, y el del adverbio que designa el día siguiente a aquel en que se está cuando se habla. Bueno, todos los idiomas que conozco distinguen perfectamente estas dos conceptos (morning/tomorrow, matin/demain, mattina/domani, manhã /amanhã…). Y es lógico que sea así. Quizá es que simplemente a nosotros nos encanta poder seguir diciendo eso tan sonoro de “mañana por la mañana”.

brindis. Desde luego, un brindis es una especie de oración laica (normalmente muy laica), un pedido a los cielos, un deseo solicitado a la diosa Fortuna (como el citado ‘¡gracias!’), que puede ser de tú a tú o colectivo, nunca en solitario. Corominas dice que procede de la vieja fórmula de brindis alemana ich bring dir’s (“te lo ofrezco”, literalmente “te lo traigo”). Luego se convirtió en verbo: brindo por…, y también para otros usos ajenos a la bebida: fulano le brindó su ayuda.
La asociación íntima --tan íntima que actualmente puede parecernos inseparable-- de la comida y la bebida, como productos estrictamente necesarios para nuestra alimentación, con la celebración, la fiesta, y en último término el éxtasis y la embriaguez, es un trasunto de un dios muy especial, muy mediterráneo, llamado Dionisos, el “extranjero”, que apareció tardíamente en el panteón griego, procedente con probabilidad de los más antiguos dioses tartésicos. Le dio a la espiritualidad, una dimensión profana, vital y liberadora.

experimentar. Permítanme dejarme llevar un poco por la intuición. Hay tres raíces semánticas en la palabra: ‘ex’, prefijo de sacar o poner fuera, ‘peri’, prefijo de alrededor de, y ‘mentar’, que procede de ‘mente’. ¿No nos dice la conformación de la propia palabra que experimentar es poner la mente en los territorios de lo ignoto? ¿Pensar divergentemente fuera de los límites de lo hasta ahora conocido? No es vano el planteamiento. Existe una clásica paradoja (no sé si de Eráclito) que dice que cuanto menos conocimiento tenemos, menos cosas ignoramos y, por el contrario, cuanto más sabemos más cosas desconocemos. En efecto, el límite de la sabiduría de un necio (la longitud de la circunferencia que marca la frontera entre lo que conoce [C] y lo que desconoce [D]) es mucho más pequeño que el de un sabio, cuyo saber [C1] ocupa el área de un círculo más grande, y por lo tanto, su línea de contacto con lo que desconoce [D1] es mucho más extensa. Precisamente por eso el sabio sabe que desconoce mucho, mientras que el ignorante cree que lo sabe todo.

Con arreglo a esto, experimentar [E] sería exactamente eso: buscar fuera y alrededor de la mente: EX–PERIMENTE

3/3/12

A favor del punto y coma


Supongo que se habrán fijado ustedes que, desde hace ya unas cuantas décadas, el punto y coma ha venido a estar considerado por los literatos, periodistas, traductores, plumillas de todo tipo, e incluso poetas, como algo demodé, anticuado, rancio. Y se evita. Se evita casi absolutamente.

Yo no sé de dónde viene tanta tirria a este signo de puntuación, pero estoy dispuesto a reivindicarlo. Quizá sea porque lo asociamos a textos antiguos excesivamente académicos, formales, legales, demasiado puntillosos, sensatos o escrupulosos. No sé, es por decir algo que me viene a la cabeza, también a mí. En realidad, me refiero a textos que en mi infancia (donde más podía encontrarlos) sí eran directamente rancio-franquistas: ridículas y pretenciosas enciclopedias escolares, periclitados libros de texto y religiosos, abominables periódicos aleccionadores, paternalistas…

Tal vez también (tratando de desembarazarme de la posible carga emocional que pudiera tener este asunto), contribuya a ese descrédito el hecho de que, desde la propia Academia y desde muy antiguo, se le haya dado a este signo una función híbrida, mitad expresiva – mitad sintáctica. Que ni el punto ni la coma por sí solos tienen.

En lo expresivo, está bastante clara su función, que además me parece útil e importante: “El punto y coma indica una pausa superior a la marcada por la coma e inferior a la señalada por el punto”, dice la norma.

Un ejemplo mío:

“Desde luego que si yo me hubiese negado no me habrían tirado a la piscina, eso por supuesto; pero me dejé.”

No me sirve la coma, porque el hecho “de que yo me hubiese dejado” tiene su importancia y quiero recalcarlo, y con una coma pasaría casi desapercibido. Perdonen la repetición, pero me parece importante verlo escrito:

“Desde luego que si yo me hubiese negado no me habrían tirado a la piscina, eso por supuesto, pero me dejé.”

Yo mismo, hace años, hubiese escrito así esta frase:

“Desde luego que si yo me hubiese negado no me habrían tirado a la piscina, eso por supuesto. Pero me dejé.”

Y hoy no me habría quedado contento, porque queda demasiado tajante, como si la decisión de “dejarme tirar al agua” hubiese sido un gesto importante, crucial. Una separación tan intensa (la del punto) nos lleva a considerar lo que viene después como una idea aparte, nueva, y si, además, lo que se expresa a continuación es breve, resulta excesivamente categórico.

Claro que el punto y seguido (y a veces hasta el punto y aparte) se ha utilizado en la literatura con esas connotaciones, seguramente a propósito. Pero así los personajes (o los narradores, que no dejan de ser también personajes) acaban pareciendo invariable y casi uniformemente duros, rotundos, casi diría pétreos, siempre perfectamente seguros de sí mismos. Lo cual para las novelas de serie negra es estupendo, qué duda cabe. Pero no en todas las novelas tiene que haber rudos y curtidos detectives escépticos, hastiados de la vida.

Muchas veces, los modernos (como lo fui yo), lo escribirán así:

“Desde luego que si yo me hubiese negado no me habrían tirado a la piscina, eso por supuesto. 
Pero me dejé.”

¿No es demasiado pretenciosa esta construcción? Siempre parece todo tan importante que, si no vieses que queda un buen tocho de páginas por detrás (y eso en los nuevos libros electrónicos que se nos avecinan ya no se podrá hacer), continuamente creerías que está a punto de acabarse el libro. O la historia que estamos leyendo. Porque un punto y aparte implica una pausa de mucha reflexión. Casi otro contexto, otro espacio mental, un cambio de dimensión temporal, incluso espacial, dependiendo, claro, de los ritmos internos y de los contextos.

Otra forma de evitar el punto y coma es emplear en su lugar los dos puntos. Que conste que a mí me encantan los dos puntos: es como abrir una leve, a veces levísima expectativa de resolución, de respuesta; una especie de formulación causa-efecto, o incluso a la viceversa: efecto-causa. Y en el habla utilizamos a menudo esa pequeña inflexión explicativa. Pero hay que reconocer que a veces se utiliza en exceso. Si sustituyéramos los dos puntos por un brevísimo e impronunciable “qué”, o “quién”, o “por qué”, o “para qué”, o “cómo”, o “cuándo”, o simplemente un hipotético e imposible signo de este tipo: “¿?” veríamos cuándo es adecuado y cuándo no: por ejemplo (muy extremadamente), los que acabo de poner ahora.

En nuestro ya famoso ejemplo, no caben los dos puntos, creo yo; o, al menos, a mí no me caben. Y sin embargo podríamos perfectamente verlo escrito en muchas novelas:

“Desde luego que si yo me hubiese negado no me habrían tirado a la piscina, eso por supuesto: pero me dejé.”

Lo cierto es que no queda mal, pero el lector está recibiendo algo que no es lo que yo quería expresar. Los dos puntos le dan también un énfasis especial a ese “dejarse”, como si fuese la respuesta o solución a un conflicto o enigma previo, que en realidad se nos presenta como tal enigma a posteriori, es decir a partir de la aparición de los dos puntos. ¿Pero había tal enigma, o conflicto? ¿Hace falta hacerse algún tipo de cábala o cuestionamiento, tipo “¿?” Indudablemente, en el ejemplo que yo estoy usando, no. El personaje está encantado de que la chica que adora y sus amigas le empujen al agua.

Añadido a esta dificultad [1] o resistencia a colocar en el texto pausas intermedias (que tanta riqueza aportan a la fidelidad en la expresión escrita de las conversaciones, por ejemplo) existe, como dije, un problema añadido, y es que a este signo del punto y coma se le hace cargar también con otra tarea que no funciona tan bien expresivamente, es decir, que contradice o, al menos, no concuerda con la norma anterior, la de la pausa. Me refiero a su uso estipulado, y a mi entender un tanto forzado desde el punto de vista estrictamente literario, como separador “de enumeraciones de elementos que no sean de la misma especie.” O sea, a la función sintáctica a la que me refería antes.

Ejemplo (sacado de una página de ejercicios sobre reglas de ortografía) [2]:
“La maleta es marrón; el cuaderno, blanco; el borrador, verde; y la pluma, negra.”

¿No produce tanto punto y coma una lectura rígida, colegial, falsa?

O, yendo aún más lejos, planteémonos esta otra norma de uso, de las que yo llamo sintácticas, pero que se sigue considerando como la principal: Se debe utilizar el punto y coma “para enmarcar los fragmentos de la oración cuando ya se usan comas para un nivel inferior.”

Voy a ilustrarlo con otro ejemplo propio, para poder expresar con mayor conocimiento de causa las alternativas y las dificultades que me surgieron. (Antecedentes para entender la frase: Acaban de tirar a la piscina, muy cerca de donde flota el protagonista, a la chica que a él le gusta.)

“Notó cómo la piel de su vientre se deslizaba fugazmente entre sus dedos, sintió el blando impacto de sus preciosos pechos contra su tórax, vio pasar ante él, pegado a él, su rostro, su aliento, sus ojos cerrados, creyó sentir, acariciando sus mejillas, el roce de sus fragantes cabellos rubios…”

Teóricamente, legalmente, clásicamente, aquí habría que sustituir tres específicas comas por sus correspondientes puntos y comas. Pero entonces, atendiendo a la petición de esa pausa intermedia que propone el punto y coma, se corta el ritmo, se rompe la emoción del momento, hay una especie de “traqueteo” de sensaciones que interrumpe la necesaria fluidez de las percepciones del protagonista. Veámoslo:

“Notó cómo la piel de su vientre se deslizaba fugazmente entre sus dedos; sintió el blando impacto de sus preciosos pechos contra su tórax; vio pasar ante él, pegado a él, su rostro, su aliento, sus ojos cerrados; creyó sentir, acariciando sus mejillas, el roce de sus fragantes cabellos rubios…

Este es el problema: o somos didácticos, formalistas, sintácticamente rigurosos y nos atenemos a la norma para que el lector no se pierda al leer, o buscamos la expresividad, la naturalidad, el valor emocional del mensaje. Escritura clara, sin equívocos, frente a escritura expresiva. Porque ambas cosas son, muchas veces, incompatibles. O sea, como en el chiste: ¿Estamos a setas o estamos a Rolex?

Pero es que, si lo analizamos un poco, la dicotomía anterior en realidad no es tal. Prácticamente no existe ya. Recordemos que hace sólo unas cuantas décadas había tantos analfabetos que los libros, los periódicos y incluso las cartas se las tenía que leer en voz alta al o a los interesados el raro privilegiado que sabía leer. Y éste habitualmente con muchas dificultades también. El lector, todo lector (salvo un pequeño porcentaje de ilustrados) se trababa con mucha más facilidad al leer, y lo que tenía escrito ante sus ojos debía estar redactado de forma muy clara, sin ambigüedades formales ni raros estilismos. Ocurre como con la imagen fílmica: en la actualidad no necesitamos la pesada y rígida articulación secuencial que antes era necesaria. Ahora en los veinte o treinta segundos que dura un anuncio de televisión nos han contado una historia que a mediados del siglo pasado hubiera requerido al menos cinco minutos.

Ahora casi todos podemos leer libros (otra cosa es que exista o se promueva el interés por hacerlo), y aunque es cierto que hay un alto porcentaje de analfabetos funcionales, el que lee habitualmente sabe leer con muchísima más destreza. Y, sabiéndolo, el escritor es mucho más atrevido, mucho más plástico, más experimental en su búsqueda artística de nuevos modos de expresión formal. Es por eso por lo que yo creo que la función académica y didáctica del punto y coma no tiene ya mucho sentido.

Pero la expresiva sí.

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[1] Miguel A. Román, en su magnífico artículo “Réquiem por un punto y coma”, afirma que se evita por desconocimiento de sus usos, pero, aunque en parte tenga razón, no creo que éste sea el más importante argumento. Hay muy buenos escritores que no lo utilizan jamás. Cf.: http://librodenotas.com/romanpaladino/9542/requiem-por-un-punto-y-coma
[2] http://www.reglasdeortografia.com/puntoycoma01.php

por Miguel Ángel Mendo

Reflexiones y ocurrencias sobre el idioma (español).